Niños que recuperan su derecho a vivir en un hogar; padres y madres que comprenden que, para querer y educar, no se necesita poseer. La acogida es una figura poco conocida aún en España, pero, para miles de niños y adultos, constituye una opción de familia.
Marta, Jesús y su hija pequeña, frente a la provisión de biberones que necesitan para atender a bebés en acogida de urgencia
Una casa abierta a las urgencias de los bebés

Jesús y Marta fueron conscientes de lo negativo que es para un niño vivir en una institución cuando adoptaron a su hija menor. “Había vivido en un centro de menores desde que nació y llegó a casa el día antes de cumplir un año. Tenía un retraso importante porque no había podido crear vínculos con nadie, ni siquiera gateaba. Fue entonces cuando nos planteamos que ningún niño se merecía pasar los primeros años de su vida institucionalizado.”
Desde el 2001, esta pareja zaragozana participa en el programa de acogida de urgencia. Por su hogar han pasado ya 35 criaturas, la mayoría bebés, a los que acogen durante unos días o unos meses, mientras la Administración estudia su caso y decide sobre su futuro. Cuando se van, se llevan siempre fotos que documentan esa etapa de su vida. “Tengo el dedo flojo y les saco cientos de fotos. Cuando están pocos días, se llevan cuatro, pero cuando están más tiempo, les preparo un álbum que recoge su primera palabra, sus primeros pasos… Nosotros no tenemos nada del primer año de la vida de nuestra hija. Me pregunta cosas sencillas como: ‘Mamá, ¿cómo era yo de bebé? ¿Cuando nací tenía pelo?’, y la respuesta siempre es: ‘No lo sé, cariño’. ¡Qué daría yo por una foto de mi hija con tres meses! Son muchos no-lo-sé.”
Para sus tres hijos, los acogimientos son algo que ha formado parte de la dinámica familiar desde pequeños. “El mayor tiene 21 años y, lógicamente, ahora ya hace su vida y no se implica tanto. La pequeña es la que más convive con los niños, tiene la cuna en su habitación, les da biberones, cambia pañales… La ha ayudado a pensar en su historia, a entender que su madre biológica la quería, pero no podía hacerse cargo de ella, a pensar qué tipo de situaciones pueden llevar a una madre a renunciar a su hijo”, explica Eva. “El hijo mediano -–añade– los mima, y dice a veces cosas como: ‘Ay, qué pena me va a dar cuando se vaya’. Al principio, a los chicos les costaba más, pero ahora entienden mejor las razones y están más acostumbrados porque lo han vivido desde pequeños. Vuelven del colegio y preguntan: ‘¿Ya se ha ido? ¿Cómo se llaman sus padres? ¿Cuándo va a venir otro?’.”
En los acogimientos permanentes, no se espera que el niño pueda volver a vivir con sus progenitores biológicos. Lo habitual es que se establezca un régimen de visitas para que mantenga la relación con esas personas, que son importantes para él, aunque a efectos prácticos sean los padres acogedores quienes asumen las funciones de cualquier padre o madre. En este tipo de acogida, las similitudes con la adopción son mucho mayores que las diferencias. En ambos casos, las personas que ejercen el papel de padres en la vida de estos niños no son las que los engendraron. Al margen de los documentos legales y el nombre, la diferencia principal con la adopción es que, en los acogimientos permanentes, el niño no pierde los vínculos con la familia que le vio nacer. Sus progenitores pasan a tener un rol distinto en su vida, y son los acogedores los que siguen el día a día de su evolución y se preocupan por su bienestar como cualquier familia.
En casa de Victoria y Ángel, los días transcurren como en muchos otros hogares españoles: las prisas matutinas para no llegar tarde al colegio, los colacaos y los bocatas, los deberes y los partidos de fútbol en el pasillo, el cuento antes de dormir… Los dos niños enfermaron con varicela. “Suerte que las abuelas están siempre dispuestas a echar una mano”, dice la mujer. Los pequeños, de seis y diez años, ven periódicamente a sus padres y sus abuelos biológicos. Tanto Victoria como Ángel consideran que esos encuentros son fundamentales para los niños, aunque les hubiera gustado que los servicios sociales hubieran tenido más en cuenta los horarios escolares a la hora de programarlos. “Ahora –cuentan– tenemos un régimen de visitas en fin de semana que funciona bien.
Con sus padres mantenemos una buena relación, aunque al principio no fue fácil; ellos tienen una situación muy complicada. El día de la comunión del mayor, su madre me dio un abrazo y me susurró un ‘gracias’ que me llegó al alma. Ella entiende que los niños necesitan una estabilidad que no puede darles y se siente feliz al ver que crecen sanos y que están bien atendidos.”

Xavier se dio cuenta un día de que había llegado el momento de ser padre y reconoce que han necesitado años para conocerse. Un adolescente que apostó por vivir con este padre
Por su trabajo en una escuela de educación especial, Xavier Gisbert conocía muy bien la realidad de la acogida y de los niños tutelados. “Se me había pasado muchas veces por la cabeza la acogida, y siempre había un ‘ahora no porque estoy centrado en esto o en lo otro’, pero llegó un momento en que ‘ahora, sí’”, cuenta.
Ahora es padre de acogida en solitario de un chico que pronto cumplirá los 16 años. “El día que le conocí, supe que mi vida había cambiado para siempre, pero realmente el que hizo una apuesta verdaderamente importante fue él. Tenía ya 11 años y, de un día para otro, cambió todas sus relaciones y todas sus rutinas y apostó por una persona a la que apenas conocía”, explica Xavier.
Lógicamente, como en toda relación, la suya ha pasado por diferentes fases: “Hemos necesitado algo más de dos años para conocernos. Al principio había muchísimas ocasiones en que los dos nos sentíamos desconcertados y no sabíamos a qué obedecía una determinada respuesta o por qué el otro se sentía agredido u ofendido por algo hecho sin mala intención. Es esa sensación de ‘claro, eso debe de estar en el capítulo 2 y yo me lo he perdido’”.
Xavier afirma que el chaval se lo puso fácil: “Es un chico muy sano, con muchas ganas de salir adelante; incluso en los momentos de tensión, busca quedarse con lo bueno de la vida”. Habla de él con esa particular mezcla de orgullo y cariño con la que los padres hablan de sus hijos en las familias bien avenidas. Su convivencia es todo lo plácida que puede ser con un hijo adolescente. “Es una de esas personas –asegura el padre– a las que la adolescencia les sienta estupendamente. El hecho de sentirse diferente, de ser él mismo, de construirse, le da buen rollo.” Dentro de dos años, cumplirá los 18, una edad que tiene un significado muy importante ya que dejará de estar tutelado por la Administración. “Lo esencial es que tenga claro que puede hacer lo que quiera, sin presiones de nadie. Cuando como padre le das la vida a un hijo, se la das, ¿no?; por tanto, es suya”, apunta el padre.
Dos familias
La presencia de dos familias en la vida del niño se ve desde fuera como un conflicto de rivalidad inevitable. Tal vez porque se oye a menudo aquello de “madre no hay más que una”, cuesta aceptar que un niño pueda relacionarse con dos madres (la biológica y la de acogida) de forma positiva. Sin embargo, la clave del éxito está precisamente en que las dos partes colaboren para dar al niño lo que necesita y acepten y respeten el papel de la otra parte en la vida del pequeño.
Después de varias décadas dedicado a este área, Alberto Rodríguez, responsable del programa de acogidas de Agintzari en Vizcaya, es un entusiasta de la figura del acogimiento y sus resultados. “Las dos familias y el niño forman un triángulo que debe estar equilibrado para que funcione. Nuestro trabajo consiste en mantener ese equilibrio porque, si una de las dos partes tira demasiado, se va todo al garete. Necesitamos técnicos formados para apoyar a unos y otros, de modo que acepten esa realidad y sepan trabajar en la misma dirección por lo que ambas partes desean: lo mejor para sus hijos”, explica. Tiene claro que ese es el ideal, y también que el ideal es posible cuando se trabaja de forma adecuada.
Los protocolos desarrollados por el equipo de Rodríguez establecen que deben ser los padres del niño quienes le presenten a los de acogida. “Cuando se trabaja con las dos familias; cuando la biológica comprende que, por el bien del niño, debe ayudarle a entender su situación real y le dan permiso para querer a sus otros padres; cuando la familia acogedora acepta la presencia de esas figuras en la vida del niño y entiende que lo mejor para él es que tenga la mejor relación posible con ellas, se permite al niño crecer queriendo y sintiéndose querido, sin conflictos de lealtades ni fantasmas.”
Eva y su hijo en acogida, en el parque. Joan, que no aparece en la foto, anima a quienes no se atreven con la acogida: “No saben lo que se pierden”
Dos papás, dos mamás y cinco hermanos

49 años. Funcionaria
Joan Vidal Lanzas
51 años. Funcionario
Su historia de acogimiento empezó en el cine. Eva recuerda con claridad que vieron un anuncio donde un niño decía: “Necesito unos padres que me ayuden con los deberes y me lleven al parque”. Por aquel entonces ya tenían una hija, Mariela, ahora ya de 16 años. Unos meses más tarde, un pequeño llegó a casa. Al principio llamaba a sus nuevos padres por su nombre de pila, “aunque luego iba al parque y les decía a los otros niños que yo era su padre” cuenta Joan. Poco a poco fue comprendiendo la situación y entendiendo que su nueva familia era de verdad, que estaban pendientes de él, que podía confiar en ellos. Han pasado tres años largos y ahora, con casi ocho años, tiene muy claro que él tiene dos papás, dos mamás y cinco hermanos entre los que, desde luego, cuenta a Mariela. “Cuando en el colegio tuvieron que hacer el árbol genealógico, le pidió dos fichas a su maestra”, explica Eva.
Para todos, la experiencia está siendo muy positiva y enriquecedora. Se tiende a ver el acogimiento como algo extremadamente generoso, pero Joan insiste una y otra vez en que la gente no sabe lo que se pierde. “No se dan cuenta –dice– de que siempre recibes mucho más de lo que das. Ahora que nuestra hija es mayor, sin el pequeño supongo que tendría que llenar mi tiempo yendo al bar, leyendo el periódico… Me perdería la piscina, el jugar a ping-pong en el parque, la alegría de ver cómo se va superando, ese abrazo que te hace sentir de un modo que no se puede explicar… Los niños aportan mucha vitalidad y, sobre todo, mucha ilusión. ¡Hasta vuelves a disfrutar de las Navidades y las fiestas!”
Tanto Eva como Joan han oído centenares de veces aquello de “yo no podría”. Eva contesta levantando las cejas. “¿Qué no podría? ¡Claro que sí! Es verdad que, cuando acoges a un niño, sabes que esa relación se tendrá que acabar un día, pero como todo en la vida. La vida son encuentros y pérdidas. Perdemos a los padres, a los hijos cuando se hacen mayores y se van, a ese amigo del alma que no hemos vuelto a ver…, pero no por eso dejas de relacionarte ni de querer conocer gente nueva.”
Fuente:Magazine Digital